jueves, 21 de abril de 2016

"Liam", capítulo 1.

Capítulo 1: Desde el subsuelo.


Olía a una mezcla entre whisky, sudor y churros con chocolate. Por el transcurso de la gente en aquella calle peatonal supuse que serían las diez de la mañana y pese a que yo no tenía frío –pues aún llevaba grandes cantidades de alcohol en sangre- llevaban chaquetones de todo tipo. Desde niños con chubasqueros de varios colores hasta señoras con unos abrigos de pieles de la más alta calidad.
No era de las personas más agradables que podías encontrar en esa calle, lucía mi gastada sudadera a rayas en un cutre intento de parecer elegante y unos vaqueros tan desteñidos por el paso de los lavados que aún no sé cómo estaba cada hilo en su sitio, en la mano estaba mi gorro, un viejo gorro de color gris con tantos años como yo de estancia en este lugar, se lo compré a un anciano de origen turco en un mercadillo por dos libras. En él habían varias monedas, al parecer mientras dormía me habían confundido con alguno de esos sin techo que van pidiendo por la calle. Nunca había pedido ni aceptado dinero en la calle, pero en ese momento lo agradecía.
Aún no se cómo llegué ahí pero había pasado la noche en una especie de mini portal, probablemente intenté abrir la puerta pensando que era mi piso hasta que mi estado de embriaguez se alió con el sueño para derrotar a mi cuerpo. Me levanté como pude, recogí las monedas y las metí en el bolsillo izquierdo del pantalón, me puse el gorro para disimular un poco el fatídico estado de mi pelo y avancé cauto hasta la esquina de la calle para comprar unos churros con chocolate con las libras que me habían donado.
¿Es muy raro ingerir estos alimentos en un lugar como este verdad? Manuel, el churrero, era español como yo, atendía a sus clientes con la calidez que representa a la gente de Cádiz, y parecía irle muy bien. A veces, cuando la economía me lo permitía me gustaba ir a desayunar a su puesto, era muy agradable poder hablar con alguien que te contestara en tu mismo idioma y además Manuel tenía algo, no se el qué, que te invitaba a consumir su producto. Era un señor bajito, con una barriga más característica de un alemán de vacaciones en una playa del sur de España, con un bigote espeso pero bien cuidado y que de no ser por que lucía su alopecia sin problema alguno, lo podrían confundir con uno de esos puteros que encuentras rondando de madrugada por Hurry Hazard. Eso sí, su chocolate impregnaba toda la calle de un suave aroma a avellana, y podías adivinar quienes lo probaban por primera vez porque sus ojos lucían brillantes como los de Charlie Bucket cuando vio el impresionante río del señor Willy Wonka.
Me acerqué dando tumbos, me dolía todo el cuerpo, estaba en ese momento en el que te dices a ti mismo: “No vuelvo a beber”, intentando autoconvencerme a mí mismo de que sería la última vez que volvería a cogerme semejante tajada.
- Churros con chocolate para una persona por favor.
Pedí. Sentir el calor del puesto me hizo ver el verdadero frío que hacía, de repente me di cuenta de que estaba tiritando.
- ¿Mala noche?
Suspiré.
- No lo sé Manuel, mi mente no quiere recordar aún que hice anoche.
- Debería dejar de destrozar su cuerpo de esa manera, aún está a tiempo-. Me dijo sonriendo, aunque en sus ojos se podían distinguir destellos de preocupación.
Cuando le fui a pagar no quiso aceptar el dinero, con una amable sonrisa me soltó un “invita la casa”. Sin hacerle mucho caso le dejé dos libras en el mostrador y me retiré a disfrutar de mi desayuno.
Mi piso estaba solo 3 calles más atrás de en la que me había despertado, aunque aparentemente vivía cerca de allí la diferencia entre las dos calles era semejante a la de una puesta de sol y a un eclipse lunar. La calle en la que había despertado era una maravilla, gente paseando a todas horas, comercios abiertos, personas que se ganaban la vida tocando en la calle, o haciendo de mimo. La carretera que pasaba por mi calle era todo lo contrario, había tanta soledad que parecía que se levantaba niebla en la calle. Un pequeño restaurante tailandés se levantaba justo en frente de mi ventana, nunca había visto entrar a ningún cliente, y nunca lo llegué a ver, en alguna ocación me llegué a plantear acudir en busca de trabajo, pero la idea de que me hicieran probar esos horrorosos platos no me dejaba pasar de la puerta. Realmente la máxima vitalidad de la calle era algún gato callejero que se dejaba caer por los rincones de los callejones para ver si con suerte a algún vecino le había sobrado algo de la cena anterior.
Mi hogar, por llamarlo de alguna manera, no mejoraba mucho lo visto en el exterior, vivía en un diminuto apartamento, en una tercera planta en el que solo había tres pequeños cuartos, el baño, la cocina y una habitación. La cocina era un auténtico desastre, había una cocinilla de gas, una mesa tan coja que las servilletas podían hacer slalom, una anticuada tostadora que no avisaba cuando estaban hechas y el fregadero. Hacía poco que se me había roto la nevera y el casero no me lo quería arreglar porque debía ya varios meses, sinceramente no parecía que le fuera a pagar próximamente. Más de una vez pensé en dejar los congelados en la ventana, con el frío que hacía se podían conservar perfectamente. La habitación tenía un catre con una especie de colchón encima, y un sillón tan mohoso que creo que tenía su propio ecosistema creado, nunca llegué a usarlo. El baño era más bien digno de un geriátrico de los años 50, lo único que agradecía era que tenía bañera, y de momento, agua caliente.
Llegué al piso tras cruzar las 3 calles, nunca se me había hecho tan largo ese trayecto, entré al edificio bajo la mirada de Ubo, -según me habían dicho era el dueño del tailandés- y evitando un enfrentamiento con el casero, subí las escaleras haciendo un uso excesivo del pasamanos, como si de un anciano cascado por la osteoporosis se tratara. Devoré los churros con chocolate, estaban ya un poco tibios pero eso no me impidió que me los comiera en cuestión de segundos, dejé los restos en la mesa y mientras me alejaba a pegarme un buen baño escuché como el envoltorio de los churros se deslizaban sobre la mesa coja hasta caer al suelo, ni me molesté en mirar atrás. Me fui quitando la ropa y dejándola caer por la casa hasta llegar al baño. Abrí el agua caliente y llené la bañera. Estaba ardiendo, pero me importaba poco, más bien era la temperatura exacta que buscaba. Me pasé unos 20 minutos dentro, como una langosta a punto de ser cocinada. Al levantarme solo tenía fuerza para caminar hasta la cama, me dejé caer en ella y me abrigué con todas mis fuerzas, aún estaba empapado, y parecía que estaba cultivando un pequeño resfriado.

Por cierto, aún no me he presentado. Mi nombre es Liam y aún no sé qué sería de mi vida si no me hubiese ido a vivir a Leeds.

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